LA CASA DE LA COLINA
La naturaleza puso todo su esplendor en el lugar en que nací. Un manto verde se desplaza gallardo entre las rocas que, con no menos orgullo, exhiben su tostado permanente. Esas tonalidades, claras por aquí, oscuras por allá, brillantes por doquier, sirven de marco a cerros y colinas. El mar no podía estar ausente y ruge desde su inmensidad azulada. Siempre tuve la sensación de que el Génesis y el Apocalipsis se juntaron, que nada hubo antes ni habrá después y entre ambos, sólo la belleza de mi pueblo. Como así también creía que nada existía fuera del amor de Ricky.
Así es mi tierra, tímida y salvaje, bella y caprichosa. Allí están los que amo. Están los recuerdos y los olvidos. Están las alegrías y las tristezas. Están en mi casa, mis calles, mi escuela, mi iglesia. Y está también la casa de los Pellegrini.
Era para mí una vivienda más. Alejada de la mía, enigmática allá en lo alto no despertaba mi interés, sin embargo los comentarios hicieron que le prestara atención. Decían que el mar llegaba para besar su planta y que hacia una reverencia y se retiraba porque ella, orgullosa como su propietario, no permitía que le mojara los pies. Se comentaba que la habitaba un hombre solitario del que no se sabia mucho. Dueño de campos, amante de la ciudad. Nunca caminaba por el pueblo.
Cuando íbamos a la playa debíamos pasar por el costado. Con mis amigas hacíamos bromas sobre Julio Pellegrini, al que llamábamos el viejo. Nos mofábamos de su soledad e imaginábamos a la vivienda con olor a azufre y alcanfor. Pero algo me intrigaba y me preguntaba por qué si era un ermitaño, los vehículos entraban y salían. No entendía cómo una casa desierta podía estar rodeada de flores que constantemente ofrecían un arco iris encantador. Notaba esas incongruencias y me las guardaba porque nadie me hubiese escuchado.
Revuelo familiar. ¡La nena tiene novio! Mis hermanos, Darío con diecinueve y Cecilia con dieciocho, no tienen pareja y yo, a los catorce, me declaro enamorada de Ricky, un chico de mi colegio. Que soy chica, que primera están los estudios, que las salidas están prohibidas. Al principio los enfrenté, pero después con la complicidad de mis hermanos pude actuar sin despertar sospechas y con Ricky convertimos nuestros encuentros furtivos en pasajes edénicos.
Cada instante tiene sabor a eternidad, nos prometemos amor por siempre y nos juramos amarnos aun después de la muerte.
Pasamos dos años de amores a escondidas. Felices. Despreocupados. Yo siempre partía con uno de mis hermanos a cuestas para la tranquilidad de mis padres. Integrábamos un grupo de chicos y chicas muy divertidos, entre los que estaba Ricky.
Como la voz del pastor que emerge entre los cerros, imprudente y prolongada, llegó el rumor del casamiento del viejo Pellegrini. Se casaba con Morena Arriaga, una ignota dama de la ciudad y lo hacía en la iglesia del pueblo, en oposición a sus hábitos metropolitanos.
Presenciar la ceremonia fue la excusa perfecta para estar con Ricky un sábado de noche sin que en casa sospecharán. Con diecisiete años, a punto de recibirme de Perito Mercantil y Ricky con diecinueve y tres materias de Abogacía aprobadas, éramos merecedores de un poco más de libertad. Sólo un poco. Mi madre seguía con la letanía de "Estás perdiendo tus mejores años al lado del que primero conociste". Ricky no era el primero que conocí sino el que elegí entre todos los conocidos.
No era un casamiento más, era la oportunidad de conocer al viejo ermitaño que se une a una mujer, seguramente a imagen y semejanza. Acudimos en grupo bullicioso, como siempre. Esperamos en el atrio, Ricky aferrado a mi cintura y yo feliz de sentir su protección.
Termina la ceremonia. Los novios avanzan por la nave central. Ella elegantísima con un vestido al cuerpo, color natural, guantes de encaje y un rosario de cuentas diminutas. Tiene la nariz como el águila, los labios escondidos y una expresión dura en toda la cara. Él, de jaquette, sus cabellos del color que deja el arado en el surco, los ojos verdosos, chispeantes detrás de un manojo de pestañas. Está a un metro de distancia. Lo miro y un gusanito me penetra por los ojos, por los oídos, por la respiración, por la piel, recorre el torrente sanguíneo y se aloja en el corazón. De soslayo veo la imagen de Ricky y se achica despiadadamente.
Al otro día, con el temor de que el rubor me delatara, le pregunté a mamá la edad de Julio Pellegrini. Debe tener treinta, me respondió con indiferencia.
Sigo recordando las contradicciones de la casa de la colina. No sé por qué allí las plantas se yerguen altivas, no por vanidad, sino a la espera de que la brisa marina le susurre mensajes diferentes. Intuyo que las flores que la rodean están ansiosas por adormecerse en otros columpios y que esa construcción imponente le gustaría que el mar deponga sumisión y la golpee con sus olas hasta dejarla aterida e indefensa. Pero debo dejar de pensar porque cada vez que pasamos camino a la playa, me convenzo más de que Pellegrini pertenecen a otro mundo. Mundo al que jamás tendré acceso ni podrán tener ninguno de mis amigos a pesar de la sencillez que descubrimos la noche del casamiento.
Ricky en la Facultad y yo en casa. Inexplicablemente un humo tenue se extendió entre los dos. Estoy triste y confundida. Más confundida que triste. Las golondrinas retrasan el regreso tal vez porque están anidando en la sonrisa de esa compañera de estudios que acompaña a Ricky en los últimos tiempos o quizás porque ya anidaron en los ojos verdosos descubiertos en la puerta de la iglesia después de la boda.
Como la voz del pastor que emerge entre los cerros imprudentes y prolongada, corrió el rumor del divorcio de Julio Pellegrini y en mis oídos sonaron violines. De la esposa no se supo más, sólo comentarios de que se radicó en Europa. Mis amigas me contaron que habían visto a Julio en su camioneta por el pueblo. Ya no lo llamaban el viejo.
CONTINUARÁ...
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